lunes, 12 de diciembre de 2011

El origen del anticlericalismo


La aversión a los sacerdotes y religiosos, esencialmente católicos, ha tenido una importancia capital en el desarrollo de la historia española de estos dos últimos siglos y merece un análisis más profundo.

El anticlericalismo era virtualmente desconocido para la España católica, pues a lo largo de toda su historia sólo había tenido que enfrentarse a odio y hostilidades a lo católico en general, y la aversión específica a los religiosos y sacerdotes le era totalmente ajena. Sin embargo, a raíz del establecimiento de la Anti-España liberal en las instituciones y en el ánimo de los españoles, se inició una tendencia que ha perdurado hasta el día de hoy.
Dicha aversión no fue algo nacido en la península, sino que tuvo su origen en la Francia de la Revolución Francesa, cuna del liberalismo. Cuando esta cosmovisión caló en España, se gestó la Anti-España liberal y ésta entró en conflicto directo con la España católica, buscó deshacerse del más firme apoyo de la misma: la Iglesia. En esa linea hay que entender las diversas medidas tomadas por los primeros gobiernos liberales. Las desamortizaciones, independientemente de su afán recaudatorio, tenían como principal objetivo el minar la base socio-económica de la Iglesia y, al final, fue el único que se cumplió satisfactoriamente.

Sin embargo, la Iglesia seguía teniendo un fuerte arraigo en el común de los españoles, puesto que, según la ordenación social católica, los clérigos cumplían la importantísima función de rezar por toda la comunidad, de servir de puente y conexión con Dios, quién es dador de todas las gracias y bendiciones sociales. En el sistema liberal Dios no salvaba al hombre en ningún orden y la intermediación clerical no era necesaria, por eso la función del religioso perdía su razón de ser.

La élite liberal, perteneciente en gran medida a la masonería, necesitaba poner a la mayoría de la población en contra de la Iglesia, de lo contrario el estado liberal fracasaría, por lo que fomentó el anticlericalismo en el ánimo de los españoles. Una vez aceptados los presupuestos liberales se podía, fácilmente, presentar a los clérigos como una rémora a esa salvación prometida y al progreso de la sociedad. Aquellas órdenes que no tenían un cometido social (cuidado de enfermos, educación de los niños...) pasaban a ser parásitos que vivían del trabajo de otros y que no aportaban nada a sus compatriotas. Estos odios permitieron la mayor parte de medidas contra el patrimonio de la Iglesia, que perdió una ingente cantidad de tierras y bienes adscritos a los monasterios sin que la población hiciese nada por evitarlo.

La desamortización de las tierras de los monasterios se llevó a cabo de forma que sus pequeños trabajadores pasaron a depender de grandes propietarios que, en general, les pagaban bastante peor que los monjes para los que trabajaban. La mayor parte de campesinos no pudo comprar la tierra que trabajaba, y los pocos que lo consiguieron enseguida cayeron arruinados ante la competencia de los grandes propietarios, que fueron los únicos que realmente se beneficiaron económicamente de las desamortizaciones. Además de eso, muchos conventos fueron desalojados de sus moradores, expropiados y abandonados a la ruina del tiempo y de los saqueadores (y con ellos las obras de arte que contenían).

Pero gracias a la intensa propaganda anticlerical y a la inculcación de las ideas liberales al conjunto de la población se compensó la simpatía que los españoles sentían por los religiosos y se logró minar no sólo el poder económico de la Iglesia, sino también su influencia ideológica y espiritual. El clérigo dejó de ser una figura simpática y respetada y pudo, por indicación de los mismos intelectuales liberales que empezaron el proceso, convertirse en el blanco de las frustraciones generales.

La prometida felicidad social no llegaba, la crisis económica era cada vez mayor y la guerra civil arreciaba y azotaba el norte del país. La élite liberal se arriesgaba a enfrentarse a las iras de quienes había prometido un paraíso que no llegaba y, para apartarse de las posibles consecuencias, identificaron a la Iglesia española como la principal culpable de la situación (esta seguía sin reconocer el estado liberal y apoyaba sin reservas al bando carlista), con lo que, de paso, debilitaban aún más a un tenaz enemigo del estado liberal. En estas circunstancias el anticlericalismo que, hasta entonces, se había limitado a una aversión más o menos moderada reducida a la supresión de derechos y la disolución de órdenes religiosas, tomó un cariz violento.

En julio de 1834 Madrid era azotado por una epidemia de cólera que se llevaba a la tumba a más de 4.000 personas y pronto empezó a correr el rumor -sin fundamento alguno y muy probablemente iniciado en círculos masónicos- de que los monjes habían envenenado el agua de las fuentes públicas de la ciudad. El pueblo, harto de tantas penurias, asaltó diversos conventos madrileños y asesinó cruelmente a 73 religiosos. Fue el primer episodio de violencia anticlerical en España y, como tal, fue cruel, dirigida contra religiosos desarmados e iniciada por intereses contrarios a la Iglesia y ajenos al conjunto de la población.

El estado liberal encontró una válvula de escape para el descontento de la gente: los religiosos no se manifestaban ni se levantaban contra el estado, por lo que se convirtieron en el blanco predilecto de las iras del populacho, siempre señalados por la élite liberal y continuamente difamados por su propaganda. Un año después se quemaron varios conventos en Madrid y Barcelona, y en 1835 la Compañía de Jesús volvía a ser expulsada del país. A partir de ese momento cada vez que España, guiada por el estado liberal, se enfrentaba a epidemias, hambrunas o crisis económicas, se producían episodios de anticlericalismo de diversa magnitud.

La principal causa que movía a la gente a asaltar los monasterios e iglesias que habían venerado durante siglos fue la codicia inducida por los liberales contra los bienes materiales de la Iglesia. Ayudados por la desesperada situación que muchos arrastraban, se les señalaba a los culpables y se les dejaba hacer. Fueron muy pocos, por no decir ninguno, los encarcelados por estos ataques, y el estado liberal jamás hizo ademán siquiera de tratar de detenerlos.

Es necesario hacer un inciso para explicar brevemente la expansión de las ideas liberales a través del conjunto de los españoles: fueron los habitantes de las ciudades los más afectados, pues eran los que estaban más cerca de los focos de propaganda liberal y de las logias masónicas. La intelectualidad liberal usó de todos los medios para conquistar el espíritu de la población, llegando incluso a obligar la lectura de la Constitución de 1812 a todos los sacerdotes durante la Misa. Fueron los habitantes de los pueblos -la mayor parte de la población-, protegidos por las precarias comunicaciones entre el campo y la ciudad, los que ofrecieron más resistencia a las ideas liberales y los que sufrieron más directamente los efectos de las desamortizaciones y el principal apoyo de la España católica que se resistía al embate liberal. Con el tiempo, y ya entrado el siglo XX, el liberalismo fue penetrando en todas las capas sociales, y el campo, con la mejora de las comunicaciones y la corriente migratoria hacia la ciudad, perdió su carácter eminentemente católico.

Sin embargo, el anticlericalismo no fue un instrumento exclusivo del mundo liberal. La Anti-España Revolucionaria identificó también a la Iglesia como el principal enemigo a batir, y se aprovechó de la experiencia anticlerical liberal para gestar ella misma su propio anticlericalismo. Los líderes revolucionarios, desde Pablo Iglesias y los primeros anarquistas (que no dudaban en atentar contra procesiones religiosas, como pasó en el famoso atentado del Corpus Christi de Barcelona, en 1896) hasta los dirigentes de los partidos frentepopulistas en la II República, incentivaron abiertamente un anticlericalismo extremadamente violento, que dio lugar a la mayor persecución religiosa en la historia de nuestro país y al episodio más cruel y dantesco de anticlericalismo hasta ahora conocida: la persecución religiosa de 1936.

Los revolucionarios llevaron a la máxima expresión el instrumento predilecto de los liberales y, desplazándoles del poder, pretendieron exterminar a la Iglesia y acabar para siempre con todos los resquicios que quedaban de la España católica.

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